domingo

Arena en los ojos

Apareció caminando entre las dunas. Me sentía como esos devotos a los que se les aparece su virgen. Mi virgen llevaba un vestido d e lino de blanco y unas alpargatas propias del desierto. Nos habíamos separado del grupo y teníamos la sensación de estar algo perdidos entre las montañas de arena, pero estábamos tranquilos. Al fin y al cabo habíamos acabado en el Sahara por eso. Por perdernos. Por encontrarnos.

Yo le propuse escaparnos de la ciudad por un tiempo. Utilicé como pretexto un viaje de negocios. Poco creíble, pero acepto sin dudarlo. Alguna vez habíamos vacilado con la idea de llegar a enrollarnos. La primera vez que me lo dijo hasta me hice el escandalizado, reprochándole que como podía pensar eso. Lo que hay entre nosotros, supera una relación de pareja, dije. Luego, con el tiempo, le confesé que alguna vez también la había visto con esos ojos del que, frente a la maquina de café, se imagina toda una historia de amor cuando la compañera le da las buenas tardes en la oficina. Ahora, sin embargo, hablábamos de ello abiertamente, lo que sin duda empezaba a acabar con esa química que guarda lo que se sobreentiende y no se expresa con palabras. Hablar claramente sobre el tema, normalmente, acaba extinguiendo todo resquicio de ese morbo tan necesario. Así que actué rápido antes de que todo se desmoronara sobre nuestros pies como un castillo de arena. Túnez, le dije. Me envía mi empresa a Túnez, y puedo llevar una acompañante.

Así que allí estaba yo, con mi acompañante caminando sobre la arena como si hubiera nacido para protagonizar ese instante. Los días en Túnez se nos volvían eternos. Teníamos un alma que añoraba un desierto, pero que estaba prefabricada para el asfalto, para el ruido. Creo que tanta tranquilidad comenzaba a ponernos nerviosos. Aquellas montañas eran como las personas, moldeadas a los impetuosos golpes de un viento que corre en contra. Cuando corre a favor, moldea casi imperceptiblemente.

“El hombre se alimenta de nuevas experiencias”. Detrás de ti, dije yo. Y caminamos cada día hacia la nada, como siempre moviéndonos para no llegar a ningún sitio. Me decía que el destino nos había puesto allí. Que en los seis millones de años que el hombre ocupa la tierra como un terrateniente, el destino se había confabulado para que naciésemos el mismo año, en el mismo lugar, y que al cumplir los treinta nos apuntásemos a un curso de teatro en un intento de trabajar aquello de la empatía. Ponerte en el lugar del otro cuando eres actor es el único objetivo. En la vida, es tan difícil como necesario.

Imaginémonos en New York, le sugerí. Escuchando las noticias de economía y asumiendo que una vez más la bolsa se desploma para el disfrute o la desesperación de muy pocos. Si aquello carece de sentido en la existencia del individuo medio de New York, en el desierto llega a resultar ridículo. Aún así me siento vacío. En un decorado que tanto he deseado pero que sé que no es el mío.

Como un actor al que le quedan dos días de representación.