miércoles

La primera vez

Las seis de la tarde. Empezaba a oscurecer. Habían quedado en traerla y por fin llegó. Estaba nervioso. Era su primera vez. Antes de montarla, le pareció oportuno tomar una copa. Ella permanecía sentada. Inmóvil. Sin un mínimo atisbo de vida. Estaba pálida, en el catálogo estaba más bronceada. Su pelo no era natural. La miraba fijamente. Sus ojos parecían decir que nunca se separaría de él. Y así sería. Si él no tomaba otra decisión. Había pagado por ella y tenía entre otros, ese derecho.

Llevaba un vestido rojo que le costó quitar. Pensó que a partir de ahora se quedaría desnuda. Recapacitó, y mejor vestida , para evitar la tentación. Y en el armario, por si venía alguien de visita. No sabía cómo podían reaccionar sus amistades si la encontraban. Seguramente mal. No estaba del todo bien visto. Pero para él, había comprado un objeto como otro cualquiera. Era como un sillón de masaje. Pero, por el contrario, eso no estaba mal visto.

Estaba algo tenso. Confuso. Su presencia le hacía sentir incómodo. Pero por lo que le había costado valía la pena. Siempre había querido tener una muñeca hinchable.

domingo

Veinticinco

Las ocho de la mañana. Odiaba tener que ir al trabajo en taxi. No valía la pena. Por lo que me pagaban. Llevaba dos años en ese trabajo. Cierta parte de ti se acostumbra. Otra parte no llega a comprender como puedes estar cada día compartiendo habitación con personas a las que en tu vida normal ni saludarías por cortesía. En mi despacho, dos fotos. De mi madre. De mi hija. De mi mujer no conservo ninguna. Hay momentos que el consciente pretende olvidar, y que el subconsciente parece que disfruta sacándolos a la luz.

Nueva secretaría. Nuevo caos. Diecinueve años. Cómo pueden confiarme a una niña para que lleve mi agenda. Me siento minusvalorado, la verdad. Pero entiendo porque no me valoran en exceso. La última vez se complicó demasiado. Se quedó embarazada. Y llegué a un acuerdo para que abandonara el trabajo y cobrara una buena suma por abortar. Con una hija a que no comprendía ya era bastante.

Leí en una revista científica que cierta teoría sustenta que no deberíamos vivir más de veinticinco años. La explicación se basa en que todas las especies viven estrictamente lo necesario para asegurar su reemplazo generacional. Tener dos coma cuatro hijos. Por eso una rata vive catorce días y una tortuga ciento cincuenta años. Nunca será lo mismo ir a las galápagos a poner huevos que bajar a la alcantarilla a reproducirte a toda velocidad. Ese tema me tenía absorto. Qué hacer en una vida que resultaba naturalmente improductiva a partir de los veinticinco. Ahora, en concreto, debería estar escribiendo una noticia sobre la victoria de anoche de los Mets ante los Yankees. El béisbol había dejado de interesarme tras un mes haciendo este trabajo. La realidad que había dado por válida se tambaleaba ante mi escritorio mientras intentaba aclarar mis ideas.

Otra vez mi secretaria. Otra vez una falda demasiado corta como para concentrarme. Maldita naturaleza que sólo pretende que copules continuamente para perpetuar una especie que en breve se destruirá a si misma. Estoy en la redacción de deportes de la calle noventa y cuatro, y sólo se me pasa por la cabeza si vivir vale o no la pena, y tengo veinte minutos para entregar un artículo que no existe. Por otro lado, no soy de atravesar ventanales que salpiquen, junto a los trozos de cristal, lo que queda de mí a los viandantes. Siempre me he considerado algo más elegante. Voy a llamar a Rachel. Creo que se llama así. Le digo que su primer trabajo en esta oficina va a ser redactar la crónica del partido de ayer. Si no lo vio, mejor. No se perdió nada. Le digo que da igual, que sólo escriba. O que busque un blog por internet y lo copie, maldita sea. En este trabajo prima la creatividad a la hora de buscar recursos, no de escribir. Con su minifalda negra ajustada y la cara desencajada, se marcha por fin de mi despacho.

Son las doce la mañana. Tengo hambre. Creo que voy a pedirle a Rachel que me vaya a buscar algo de comer. Un rosbif y un par de cervezas no estarían mal. Quizá si me relajo un poco, la vida a partir de los veinticinco no sea tan mala. Al fin y al cabo, peor sería tener diecinueve y ser mi secretaria. O no. Juzguen ustedes mismos.

jueves

Tarta nupcial

Habían quedado para comer. Hacía años que no se veían. Restaurante italiano. Ella vestido azul, lasaña, labios rojos, color de pelo diferente. Él, traje negro y corbata, pizza boloñesa, barba de dos días, entradas torpemente disimuladas. Un Rioja del ochenta y tres.

Él acababa de estrenar su película. Ella se casaba al día siguiente. Él le confesaba que se sentía solo. Insatisfecho. Vacío. Ella acababa de publicar su novela. Él se acababa de separar. Ella confesaba que no sabía si hacía lo correcto.

El novio frente al altar. Las doce en punto. Invitados de negro. Ella de un blanco inmaculado. Descapotable azul. Él no sabía si hacía lo correcto. Ella se sentía más viva que nunca. Asientos de cuero. Él conducía. Ella se desprendía de un velo que liberaba su pelo. Dirección, la que improvisara el destino. En la radio suena la marcha nupcial. Mientras tanto, el inquieto novio mira el reloj.

domingo

Epitafio

Cada mañana cambiaba y doblaba escrupulosamente la ropa de la cama. Siempre vestía con una camisa blanca. Cambiaba de pantalón según la ocasión. A las nueve en punto bajaba a desayunar. Evitaba el roce de la gente. Tostadas con jamón. Un ardiente café con leche. Tan sólo se dirigía a su representante y a su camarero. Porque era necesario. No estaba separado. No se había casado. No había más mundo que el que contaba con sus palabras. Siempre había querido que fuese así .Y así era. Las personas exigían una dedicación que no estaba interesado en ofrecer.

Ayer fue su entierro. Su última camisa blanca. Para esta ocasión, pantalones negros. Estaban allí su representante y su camarero. Y muchas, muchas personas que habían leído sus escritos. Que le sentían cercano. Que creían conocerle. Perdían a un ser querido que no había sido querido nunca. O tal vez si, pero el hizo caso omiso.

Su epitafio: "Gracias al mundo por haberme olvidado, y haga el favor de poner también que nadie se acerque a menos de dos metros. No soporto el roce de la gente".

sábado

Minifaldas que cortan el tráfico.

Tripulación lista para aterrizar. Sueños tórridos con azafatas que tiran adrede el zumo en una zona desafortunada. Demasiada cafeína. Demasiado espacio en una maleta que no me preocupaba perder. Y que perdí. Llego a New York a bordo de un avión cualquiera. Solo. Mucho mucho ruido.

Me recordaba al caos de New Delhi. Había estado dos veces en la India. Era promotor de espectáculos. Vendía musicales. De todo se puede hacer un musical. Casi todo musical se puede vender. Eran las únicas directrices del negocio. El resto sólo imaginación. Cubres con 780 personas, caben 3.000. Cubres con 31.456, recaudas 76.410. Entradas de protocolo. Ruedas de prensa. Campañas de marketing que únicamente sirven para:

A: Crear falsas expectativas del espectáculo

B. Cubrir

C. Fulminar un trozo de tu alma (entiéndase, ganas de vivir) cada día.

Eso era otra parte de mí. La podrida. La que todavía respira, camina rápido siguiendo el compás de la gran manzana. Cemento en las miradas. Con prisas hacia ninguna parte. Rascacielos que evocan lo imposible. Sonrío. Minifaldas que cortan el tráfico. Vivo una experiencia única. Tacones que machacan sueños a ritmo repetitivo. Perdido en la ciudad.

Ahora mismo, en mi primer anochecer, estoy dejando constancia de mi primer día en una especie de locutorio mientras una chica que tiene que ser cubana por el acento llora a una cámara a medio metro de mí.


Será sólo que su huída no es voluntaria.

viernes

Toda una traición

Olvidé la traición. Tampoco era para tanto. Me había dolido. Era una falta de respeto, eso sí. Yo le había respetado. La respetaba hasta cuando la engañaba. Porque la engañaba bien. Cuando uno no se siente traicionado no se le traiciona. Esto, por el contrario, era toda una traición.

La conocí hace tres años. Llevaba demasiado sin hablar con una mujer. Sin compartir mis pensamientos. Me cuesta abrirme. Freud dejó escrito que los irlandeses éramos los únicos inmunes al psicoanálisis. Me cuesta renunciar a mi privacidad. Sólo eso. Ella, por el contrario, se abría con demasiada facilidad, lo que propiciaba mi silencio.

Llegábamos de hacer la compra al piso que acabábamos de alquilar en el centro de Brooklyn. Comida vegetariana en exceso. Últimamente nos había dado por ahí. Probablemente sólo era una forma de distanciarnos de una sociedad que nos parecía que debía de permanecer lejana. No quería hacerlo, pero le saqué el tema otra vez. Cuando tomo café me gusta discutir. Disfruto. Ella me preguntaba si yo le podía jurar que no le había sido infiel. A lo que repliqué:

_ Doce veces en los tres años. Bueno, en realidad, han sido doce mujeres diferentes pero con alguna incluso he llegado a repetir.

Ella, dulcemente, se echó a reír.

Remake

Miradas cruzadas que evitan. Que persiguen. Que se encuentran en el universo que se expande en el asiento de atrás. Mis dedos surcan su pelo buscando enredarse en un descuido y perderse. Una selva. Sobran tarzanes.

No fue en una panadería. Ni ella lloraba. Ni abría el corazón a la tendera. Ni era mi alumna. Ni mi vecina estrenando perro. Un sueño. Era sólo un capricho, una determinación que se toma inspirada por un antojo, por deleite en lo extravagante y original. Acepción positiva.

Nunca he entendido como nos obsesionamos en convertir una relación sexual en una relación amorosa. Será que necesito pensar que hay algo más. Ella creía en la reencarnación. Insistía en que seguramente nos habíamos conocido en otra vida mientras me clavaba la mirada. Analizando mi reacción. Yo quería creerle. Y le creía. Imanábamos que yo había sido gato. Ella perro, odiaba a los gatos. Pero seguramente conmigo habría hecho una excepción. Podíamos pasar horas discutiendo cuestiones metafísicas. Eso era todo. Eso era suficiente.

He disfrutado inmensamente de cada noche que nunca tuvimos, de cada hotel que finalmente no supimos compartir, de cada caricia que no hizo. Pienso en encerrarla para que muera conmigo, yo que ya no puedo morir sin ella. La voy a resucitar de unas cenizas que no sé con certeza si alguna vez ardieron, porque de qué me valdría odiarla, si al fin y al cabo, ella sólo estuvo en mí cuando como siempre perdido no fui capaz de encontrarme.

"Después de la verdad, no hay nada tan bello como la ficción". Y eso fuimos. Nada, sino un sueño en esos días en que tanto necesitábamos soñar. No nos sintamos culpables. Todos saben de sobra que nos encanta el infierno del teatro.

El cielo donde habita la normalidad, ya lo sabe ella, es para otros.

miércoles

Comer sin apetito

Siempre era tarde. Para ella. Para mí. Demasiado tarde para comprendernos en una relación que desde el principio había sido del todo incomprensible. Hacíamos por vernos una vez cada cierto tiempo. Elegíamos las pensiones más sórdidas. Barba de media tarde, yo. Cigarrillo en mano, ella. Divagábamos sobre los desatinos del destino. Buscábamos un sentido, como quien busca un tablón a la deriva. Pero era tarde. Siempre tarde.

Me miraba a los ojos y me explicaba esa sensación compartida de no haber llegado a tiempo a nada en la vida. No tenía respuestas que venderle. Me limitaba a escuchar y a asentir. Escuchar con frecuencia es mas difícil de lo que parece.

Su compañera de trabajo le había hecho una jugada y la habían despedido. Era actriz. Protagonizó tres o cuatro obras en la universidad, y su ego se disparó. Pero el mundo real no universitario era algo más cruel. Menos aplausos. Trabajaba en una cafetería. Ahora tenía pensado conquistar otra ciudad. En New York era más complicado que en Los Ángeles. Según sus palabras. Probaría suerte una vez más.

Pagué la cuenta y saltó sobre mí. Me duele la cabeza, le expliqué. La verdad es que la realidad, una vez más, me había quitado el apetito.